lunes, 25 de junio de 2012

Marmitako en Vizcaya, ajos en Santander, peñas en Asturias...

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El marmitako es un plato típico de los marineros vascos del cual hay tantas versiones como puertos y cocineros en los barcos de pesca de estos lares. A mi modo de ver hay tres ingredientes obligados en este plato, que son: bonito, patata y pimiento verde (en esto estoy con JLC, me consta que hay quien no utiliza el pimiento verde, pero yo siempre lo he visto preparar con él y pienso que por el sabor característico que aporta al plato, el no utilizarlo lo desvirtúa, quedará muy bien y muy rico, pero quedará diferente).
También comparto con jlc que el bonito debe ser añadido a la cazuela al final de la cocción, ya que, como bien dice él, de lo contrario quedará muy seco. Pero por otra parte, pienso que añadirlo ya con el fuego apagado no ayuda a que la patata tome el sabor del pescado, yo lo sdiciono en los últimos 2-3 últimos minutos de cocción, revolviendo un poco y con muchísimo cuidado para no desbaratar el bonito, apago, tapo y dejo otros 5 minutos de reposo antes de servir.
Otro de los puntos importantes a la hora de preparar el plato es el cascado de las patatas. Cascándolas hacemos que las paredes de la patata queden más porosas y con ello aseguramos el intercambio de sabores.
Otro detalle importante, cuando la patata está blanda, suele venir bien aplastar dentro del recipiente alguna patata, con ello conseguiremos engordar la salsa con el almidón que aporta el tubérculo.
Como se dijo anteriormente, éste es uno de los clásicos platos que ha tomado el nombre del recipiente en el que se oficia. Su preparación no es complicada y los resultados están garantizados. Me acuerdo la de la primera vez que lo preparé, fue para mi cuadrilla de amigos y la verdad es que resultó un éxito total.
Hay otros marmitakos preparados con otros tipos de pescado azul, pero ya no son "marmitako", podrán ser marmitako de atún, marmitako de hicharro, etc...
 
 J.L.Polo

viernes, 22 de junio de 2012

Fogones ovetenses

viernes, 22 de junio de 2012 0
La vigencia de unos clásicos PDF Imprimir E-mail
Eduardo Méndez Riestra   

He cumplido ya medio siglo de comensal público, lo que no sé si me colma de alegría o de tristeza. En todo caso, esos cincuenta tacos están llenos de aromas de los fogones ovetenses, porque en Oviedo me inicié a la cosa de la mesa, en La Campana (Casa Ulpiano), de aquella calle de vinos que fue San Bernabé, adonde me llevaban puntualmente cada jueves. Por aquellos sesenta, claro está, había en la capital otras mesas en las que no sólo se comía más que bien, sino que ofrecían marco adecuado: el Malany de la calle de la Rúa, el comedor del hotel Principado, en la de San Francisco, La Paloma, en la de Argüelles, o el Cervantes, en la de Jovellanos, entre otros. Serían los cimientos sobre los que en las dos décadas siguientes se alzarían los restaurantes que han sabido consolidar el prestigio gastronómico de la ciudad.

En los nuevos años desarrollistas y democráticos el protagonismo lo alcanzaron establecimientos que ya han quedado para siempre en la historia culinaria del Principado. Ocuparon la escena nombres como Casa Conrado –sobre el mismo solar de la calle de Argüelles en el que en su día estuvo el Fornos–, Casa Fermín –por entonces en la avenida de El Cristo, ya con excelentes instalaciones–, La Gruta de los tres hermanos Cantón, en el alto de Buenavista, el Marchica, en Doctor Casal, con su elegante ‘salón rojo’ o el Pelayo, en la calle homónima, de la familia Martín, todo s los cuales venían de atrás, yendo a más. Y a mitad de aquellos años aparecerían La Goleta de Marcelo Conrado Antón, en la calle de Covadonga (donde ocupó parte del local que dejó libre un gran intento fallido, el restaurante Feudal, en los últimos sesenta, acaso la primera ‘modernidad’ de impacto) o Trascorrales, en un lugar entonces por recuperar como es la plaza del mismo nombre, como apéndices de dos de ellos, mientras Casa Fermín se instalaba en pleno centro, a dos pasos de la Escandalera o Del Arco surgía deslumbrante en la plaza de América, en el ensanche chic de la ciudad. El Casa Fermín de Luis Gil Lus sería el primer restaurante asturiano que obtendría una estrella Michelin, en 1974, y el Trascorrales de Fernando Martín se le sumaría más tarde en el estrellato, ya en los ochenta. De este potente grupo de restaurantes –y de otros no menos importantes en diversos lugares del Principado que no son objeto de este espacio hoy– habría de salir la puesta de largo de la mejor cocina asturiana, la verdadera consolidación de lo que hemos dado en llamar el Sistema Gastronómico Asturiano, algo de cuyo peso algún día los asturianos serán conscientes, estoy seguro. Como lo estoy de que representan el momento de mayor gloria gastronómica interna en toda la historia de la cocina asturiana, algo que no estoy seguro de si algún día volverá a repetirse. A tal momento, sin embargo, no sería justo hurtarle la aportación recibida desde la repostería, capítulo que en buena medida cubren las confiterías locales, aunque no sean los únicos agentes, como es fácil entender. Casas como Camilo de Blas, con sus ‘carbayones’, junto a la desaparecida estación del vasco de la calle de Jovellanos; Peñalba, con sus bombones y pastelería de corte centreuropeo, en Milicias Nacionales, o Diego Verdú, en la que antaño fuera el ombligo de Oviedo, la calle de Cimadevilla, con sus helados y turrones, son nombres golosos indisociables ya del de la propia ciudad. Aunque no los únicos: la confitería Asturias, en la calle de Covadonga, trajo el gusto de los bartolos de Laviana a la capital y aquí dejó otros muchos aciertos, sin olvidar a otros dos pilares de las dulcerías locales, como fueron y siguen siendo Rialto, vecina del desaparecido Logos, de San Francisco, o La Mallorquina, frente al Peñalba, y que hoy compite en ‘moscovitas’ con Rialto –aun bajo otro nombre, ‘mallorquinas’–, en ambos casos ideales para que el viajero a la ciudad se chupe los dedos al regreso.

Dejo con seguridad no pocas cosas en el tintero, porque el espacio de que dispongo no permite más, pero lo mencionado es suficiente para apoyar mi tesis, que repito: hablamos de tres o cuatro décadas en las que la cocina y la hostelería asturianas vistieron galas hasta entonces desconocidas, cuando un sistema gastronómico se consolidó como nunca antes ni tampoco después, cuando los restaurantistas empezaron a enterarse seriamente de lo que se cocía y lucía fuera, a fin de tomar buena nota, y cuando una clientela afortunada supo educarse con entusiasmo en la mesa y sostener con ese entusiasmo a un movimiento que construyó los cimientos más sólidos que hemos conocido en la materia.

El agua de Borines

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  José Manuel Vilabella  

Soy un reconocido bebedor de agua. No digo que soy el campeón de Asturias, porque mentiría como un canalla, pero sí les aseguro a ustedes que trasiego cada día dos litros justos, ni una gota más ni una menos.

 
 
   Ilustración: Daniel Castaño


En esto del agua los médicos son muy suyos y bastante radicales y cuando los enfermos crónicos les visitamos en su hábitat siempre nos dicen lo mismo: «Come la mitad, anda el doble y bébete dos litros de agua al día». Más allá de dos litros los riñones protestan y si ingieres menos cantidad, y eres un anciano comatoso, pueden ocurrirte horribles desgracias personales.

El agua que yo bebo es del grifo o de Borines. Una es agua con cloro, agua sanísima, y la otra es agua con agujeritos. La primera la consumo en mi casa y la de Borines siempre que la veo en la carta del restaurante. El gastrólogo, que nació en plena guerra civil, estuvo con su mamá en la cola del aceite y es hijo de la escasez, del pan negro y también del pollo lujoso, el de corral, y del sifón.

El pan blanco apareció en España allá por los principios de los cincuenta y el sifón siempre estuvo ahí, con las cosas que daban de balde en bares y sitios donde se guisaba de comer: los palillos, las servilletas de papel, el vasito de agua para el niño, el uso del retrete con su áspero papel El Elefante. Tenía el sifón como una tristeza de postguerra; era una bomba, sí, pero de la paz, y presumía de ser pariente lejano del champagne, aunque todos sabíamos que sólo era primo de la gaseosa. De joven me tengo emborrachado con sifón y sonetos, mirándome en los ojos verdes de señoritas rubias con las que compartía ripios y amanecidas.

Con este pasado de escasez que les acabo de relatar no es raro que me ocurra, como a los americanos, que no entienda muy bien que se consuma y se cobre el agua embotellada. Antes te daban agua con cualidades salutíferas que te ayudaban a expulsar las piedras del riñón o te curaban el estreñimiento, pero ahora, con el escepticismo de las gentes, sólo te dan el agua que lleva la botella y algunos, en plan chulo, pregonan que el agua que te cobran sólo es agua, agua que sólo sabe a agua. Ya no dan ni agujeritos ni esperanza. Qué cinismo.
Hace unas semanas me invitaron a conocer el antiguo Balneario de Borines.

Lo pasé muy bien, fueron muy amables y acogedores y además de sus planes futuros nos enseñaron lo que queda de sus glorias pretéritas. Quiere la empresa conquistar mercados nuevos y se preparan para ello con municiones actuales: diseños novedosos, botellas distintas, estrategias comerciales más agresivas. De la mano de Severino Diego Isla, el empleado más antiguo de la casa y su memoria viva, recorrimos las antiguas instalaciones del que fue famoso balneario. Qué maravilla. Todo está ajado y en desuso pero se conservan ecos de valses y mazurcas, bisbiseos de enamorados, aullidos de reumáticos, restos de pintura, rótulos del otrora. Las aguas minerales se consumen masivamente en Europa, pero sin fe; ya nadie cree en el milagro de las aguas milagrosas. Incluso Lourdes ya no es lo que era.

Las de Borines eran, y lo son todavía, aguas que reconfortan y producen magníficos efectos terapéuticos. No lo dicen porque son muy modestos y lo prohíbe la ley, pero en este balneario han mejorado de sus dolencias elegantes dispépticos, famosos hiperclorhídricos, bellísimas gastrosucorréicas, lisíaticos con un pasado alegre, además de artríticos, obesos, diabéticos y personal corriente y moliente que lo único que deseaba era conocer Asturias, tomar las aguas por si acaso y vivir tranquilo escuchando el arrullador trinar de los jilgueros.

Como estamos en tiempos difíciles los consumidores tendríamos que recuperar la fe en el agua ahora que no creemos en los economistas. El vino peleón del menú del día nos adormece, tiene el condenado taninos que rascan y anestesian; el vino que vende Asunción nos ayuda a cantar con más fervor patriótico el Asturias patria querida, pero eso no basta; pasados los efectos perversos del destilado de garrafón y del vino amargo llega la realidad con sus miserias. En Asturias necesitamos urgentemente la cordura del agua, ya que no tenemos el buen sentido de los gobernantes. Necesitamos agua en grandes cantidades para entender lo que pasa. Que venga el agua transparente con su sensatez, que acudan los bomberos del agua mineral a apagar los incendios surrealistas. Consumamos agua y exijamos a quienes nos gobiernan y a su corte de banqueros con trajes de alpaca que no corrompan nuestra agua del grifo con los vinos espurios de sus tabernas.
 
La Peña Gastronómica de La Fresneda. Design by Pocket